me llamo Ana text Spanish

El título de la muestra «Me llamo Ana, encantada» es un manifiesto en sí mismo de esa espera forzada a la que la artista se tuvo que someter, tan solo unos meses después de haberse mudado a España. Por un lado, porque nos está diciendo: «¡por fin me podéis conocer (y yo a vosotros)!». Por el otro, porque hace un guiño al país que le dio la bienvenida, a su gente, a su idioma y españoliza su nombre -­‐al quitarle la h-­‐, convirtiendo Hana en Ana. En efecto, además de tratar un tema tan delicado y todavía presente, como es la pandemia de COVID 19, Hana/Ana (de aquí en adelante la llamaremos con su nombre de adopción) abarca en sus obras una variedad de argumentos y situaciones cotidianas: desde una acción de un partido de fútbol al que asistió en un bar del centro de la capital, hasta un botones de hotel hierático, probablemente a la espera de instrucciones precisas sobre dónde

 

 

 

colocar las maletas de unos clientes, pasando por varias conferencias de posibles políticos, diplomáticos o, quizá, simples vendedores de algo. Sin embargo, los verdaderos protagonistas de las obras de Jaeger son «los invisibles», es decir, aquellos que no aparecen normalmente en las noticias, en los periódicos, los trabajadores -­‐en cierta manera-­‐ olvidados, pero imprescindibles: barrenderos, enfermeros, médicos, policías y luego muchos, muchos transeúntes que, al fin y al cabo, podríamos ser nosotros mismos. Porque ¿cuántos de nosotros nos podríamos incluir en esa categoría de recursos humanos (o personas, así, a secas, independientemente de la profesión que ejerzamos) necesarios pero invisibles?

 

Bajo este prisma, Ana nos otorga una dignidad universal poniendo cara a un olvido injusto y lo hace difuminando, tras poderosas pinceladas, los rasgos de los personajes que retrata para enfocarse en sus actos, en la importancia del momento y en el valor intrínseco de su propia presencia, como queriendo lanzar un mensaje de concienciación que afirme: «yo, al estar aquí, te sirvo».

«Te sirvo», en el sentido literal de prestar un servicio a otras personas, sea este el hecho de limpiar, de llevar comida a domicilio, cortar el pelo o subir un paciente a una ambulancia, tan solo por poner unos ejemplos. Y aunque es cierto que en los cuadros de Ana aparece a menudo gente en movimiento, también es irrefutable que en varios de ellos la artista se detiene para acompañarlos en un momento de descanso, tan merecido y tan necesario.

 

Es así como vemos a un rider sentado al lado de la típica mochila amarilla que lleva siempre consigo; unas monjas, también sentadas, a la espera… no sabemos exactamente de qué… e incluso hay una pequeña serie de payasos, una vez más, sin un rostro definido y cuya vestimenta nos delata su profesión, pero la ausencia de gestos llamativos (como una mueca socarrona, una sonrisa excesiva o una acción que acentúe su tarea, que es la de hacernos reír) nos permite casi entrever cierta tristeza o soledad, probablemente porque lo que nos esperamos de ellos es justamente lo contrario. En todo caso, yo diría más bien que a lo que asistimos es al cansancio de hacer, ese agotamiento que es consecuencia directa del trabajo y no de una actividad cualquiera sino, en repetidas ocasiones, se trata de una labor física, de fuerza y resistencia. De hecho, hay hasta dos obras que retratan a operarios del Museo Reina Sofía mientras mueven unos cuadros, pasando al lado del Guernica de Picasso.

 

No obstante, ese desplazamiento se queda casi congelado como si Ana quisiese elevar la acción a homenaje de esos cuatro empleados quienes se hacen cargo del peso del arte: nos apoyan, a los artistas, y nos permiten enseñar nuestras creaciones, manteniéndose alejados de la parte más visible de la exposición, pero siendo una pieza indispensable de ella. En una reciente entrevista para la Revista YANMAG, Ana dijo: «trato más con los marginales y los débiles, contemplo a la gente del día a día, a los que no vemos, a los transparentes, y documento los momentos que pasan desapercibidos, pero a todos les doy todo su esplendor. Les traigo del fondo al primer plano».

 

 

 

Sin duda, la artista cumple con sus intenciones y donde más fuerza adquiere su mensaje es cuando trabaja con cajas de cartón que encuentra en la calle, o con la paquetería que recibe de entregas a domicilio. Aquí la clave para que nos apoderemos del gesto, de la intención y de la poética que reviste este soporte para ella, se basa en el hecho de que sus intervenciones no están realizadas encima de una superficie cualquiera, sino que las propias cajas son parte integrante de la obra.

 

Y con razón lo remarca Ana, porque esos contenedores, de los que nos deshacemos nada más entramos en posesión de su contenido, podrían ser una metáfora de aquellos que ella misma ha definido como “los transparentes”, ya que sin embalajes la mayoría de los enseres que recibimos o compramos no llegaría íntegro a su destino, de la misma manera, sin aquellos profesionales que prestan servicios esenciales para nuestro día a día, no tendríamos unas calles limpias y recogidas, no llegaríamos a tiempo a nuestro destino en transporte público o incluso no llegaríamos a tiempo a nuestra propia pervivencia, si no hubiese médicos atendiéndonos en caso de necesidad. Trabajos en los que la fatiga, también mental, el agobio, el estrés y hasta la ansiedad, pueden llegar a ser pasajes forzados de una cotidianidad que nos induce a menudo a refugiarnos en pensamientos que suponen un distanciamiento forzoso, incluso de nuestros seres queridos, porque a veces es tan difícil pedir ayuda que el hecho de aislarse puede ofrecernos un reparo aparentemente más protector o, por lo menos, dotado de una inmediatez aliviadora.

 

Es una salvación, eso sí, con fecha de caducidad, fecha -­‐o caducidad-­‐ que aparecen en las obras de Ana y ni siquiera en sentido figurado, porque hay números en ellas, códigos de barras, palabras… un sinfín de información, al igual que la hay en ese bombardeo de datos, imágenes y sonidos a los que nos sometemos a diario. A tal propósito, veo una dicotomía entre estos tipos de materiales que emplea la artista para crear sus piezas pictóricas, de collage o técnica mixta y la irrefrenable dependencia que tenemos de la tecnología. Porque la mayoría de los que vais a leer este texto, lo más seguro, es que lo leáis en vuestro teléfono y no sería de extrañar que, al deslizar el dedo para seguir leyendo, os topéis con algunas de esas obras en las que Ana retrata personas, solas o en grupos, caminando o paradas en algún lugar, mientras están totalmente absortas mirando su móvil.

 

Sería como verse en un espejo o darse cuenta de que alguien nos está mirando, o las dos cosas a la vez, lo cual potenciaría la sensación de sentirse observados, generando un estado de alerta, como si estuviéramos reconociéndonos a nosotros mismos, como si alguien nos regalara la oportunidad de pensar, de reflexionar. Como si nos estuvieran desconectando de la respiración asistida y pudiéramos reconectar con nuestro aliento, recuperando el ritmo para respirar, profundamente. También podríamos ver las cajas machacadas, aplastadas, despojadas de su valor, incluso humilladas, como una muestra de la rabia enjaulada en nuestra necesidad de resistir, de soportar, de aguantar para luego deshacernos de todas esas emociones reprimidas tomándonos una revancha hacia quienes nos han maltratado.

 

 

 

Entonces ¿las cajas maltrechas podrían ser la representación de nuestra ira cuando pensamos en los clientes arrogantes, los padres autoritarios, los profesores cansinos y todas aquellas variables de seres que no toleramos y que ejercen una presión (real o imaginaria) sobre nosotros?

 

Y esos golpes, esas imperfecciones que dejan huellas evidentes y que la artista no esconde, sino integra en el conjunto de la creación (ella misma nos decía que las cajas son la obra), ¿podrían ser heridas imaginarias que infligimos a terceras personas, o son autolesiones? ¿Es el consumismo una revancha o una rebelión? ¿Una dependencia, una cárcel dorada o una compensación para nuestros esfuerzos? ¿Es un premio o una condena? Si es verdad que, como decía el filósofo y antropólogo alemán Ludwig Feuerbach, «somos lo que comemos» y si es verdad lo que afirma la artista estadounidense Barbara Kruger, «I shop, therefore I am» («Compro, luego existo») podría ser también cierta la ecuación de que «somos las cajas que usamos y tiramos» o, dicho de otra forma, somos lo que consumimos. En cualquier caso, la artista no se posiciona como elemento generador de conflictos (internos o externos que puedan ser), lo que hace es sugerir unas situaciones de emergencia para que, cada cual, pueda levantar la mirada de su Smartphone y verse allí, en esa circunstancia autobiográfica. Además, al restar detalles y descargar de información visual el fondo de la composición, lo que hace Ana es invitarnos a centrar nuestra atención en los protagonistas de cada pieza.

 

A veces incluso parecen fluctuar en el espacio y hasta desaparecer, descomponiéndose y perdiendo materia, paso tras paso. Eso me ocurre a mí cuando salgo de mi casa por la mañana, todavía dormido y con los cascos puestos y me confundo con tantos otros como yo con los cascos puestos o sin ellos, aplastados en un trayecto de Cercanías que nos une en una historia colectivamente anónima… sin título, como “Sin Título” son todas y cada una de las obras de Jaeger. Episodios de quehaceres ajenos que se entremezclan de forma espontánea y sin saberlo, estemos o no al lado de algún conocido o de algún desconocido por conocer. Vagones de trenes como salas de esperas, bancos para regalarnos un instante de sosiego o, simplemente, la tranquilidad del hogar para que nos sirva como refugio, viendo pasar episodios de quehaceres ajenos desde nuestra ventana.

 

Es que existe en la obra de Ana Jaeger una circularidad que nos remite, de nuevo, a un tiempo protegido, unos granos de arena sin descender, unas burbujas sin explotar, unas lágrimas retenidas y una curiosidad que al florecer nos está susurrando que, si queremos, no estamos solos. Pero, para que haya alguien dispuesto a recibirnos, tenemos que ser nosotros los primeros en ofrecernos. Ana nos devuelve ciertas emociones universales que nos reconducen hacia unos interrogantes que están más cerca de nosotros de lo que podríamos imaginar y nos ofrece la oportunidad de pararnos a pensar en quienes verdaderamente queremos ser, antes de que ya no se pueda dar la vuelta al reloj y el tiempo nos separe nuevamente sin que podamos decidir hasta cuándo